Sunday, July 02, 2006

La dominación musulmana en Barcelona (I): la conquista de la ciudad

La entrada de las tropas musulmanas en Barcelona tuvo lugar ca. 717-718, inmediatamente después del mandato del caudillo local Akhila II o Ákhila II (ca. 710-714), último conde visigodo que gobernó la ciudad. Tras su muerte o deposición, este fue sustituido por Ardo, quien ostentaba únicamente el control de Septimania. Por aquel entonces, el territorio barcelonés gozaba de una cierta importancia administrativa, pese a que la actividad económica que se desarrollaba en sus inmediaciones (consistente en la venta de productos de primera necesidad) era prácticamente inexistente. El peso específico de la ciudad se prolongaría durante la dominación árabe, que convertiría a la zona en un punto estratégico para la expansión del Islam.

La operación militar fue comandada por Al-Hurr ibn Abd al-Rahman al-Thaqafi (684-719) (de rodillas, en la ilustración), valí de Al-Andalus (716-719) y, según parece, artífice de la total sumisión de los territorios catalanes al califato de Córdoba.

Se desconoce en qué términos se produjo la invasión árabe en Barcelona. No obstante, existe documentación sobre los dos procedimientos empleados por los sarracenos. En efecto, estos podían tomar los territorios mediante un enfrentamiento armado —que se saldaba con la pérdida de los bienes por parte de los derrotados, que pasaban a ser considerados botín de guerra y a los que se prohibía abandonar la ciudad— o bien a través de pactos. Este parece ser el caso de Barcelona, cuyos habitantes optaron por no ofrecer resistencia tras conocer la matanza perpetrada por los sarracenos en Tarragona (Sánchez y Pomés, 2001). De ser así, la ciudad (rebautizada como Medina Ba-shaluna) habría seguido el modelo de otras ciudades que pactaron su capitulación, como Zaragoza (714) o Narbona (719-720).

Pese a que no ha llegado hasta nosotros el acuerdo adoptado en Barcelona, es probable que fuera muy similar a otros que se establecieron en la época y que habrían permitido a la ciudad conservar su legislación, su actividad política (supeditada, eso sí, a la autoridad de los recién llegados y a la promesa de no dar apoyo a los enemigos del poder musulmán) y su religión, a cambio de pagar un impuesto que se imponía a quienes no profesaban el Islam, un colectivo que era conocido entre los árabes como la gente del libro.