La mitología clásica y las Sagradas Escrituras: parecidos más que razonables
Según reza el Diccionario de la Lengua Española, un mito es una narración situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el Antiguo Testamento, el conjunto de libros que compila la historia sagrada del mundo judeocristiano, recoge relatos prácticamente idénticos a algunos de los que conforman la mitología grecolatina?
Si bien es cierto que buena parte de los creyentes asume que los textos bíblicos se desarrollan en clave metafórica, para otros muchos resulta imposible separar las Sagradas Escrituras de una cierta vocación historicista: para ellos, estas constituyen la verdadera crónica del pueblo de Israel desde el preciso instante de la creación del Universo.
Sin embargo, un imaginario colectivo y una tradición oral rubricados a más de mil kilómetros del territorio judío —concretamente en Creta, cuna de la primera cultura protohelénica: la minoica— arrojan leyendas muy similiares a los pasajes del Antiguo Testamento. ¿Se trata de meras serendipias o, por el contrario, hay algo más? ¿Es posible que algún vínculo comercial desconocido entre ambas culturas se tradujera en un impacto mutuo dentro de las creencias e idearios de cada una de ellas? Dadas las grandes afinidades de los relatos que presentamos a continuación, esta parece la explicación más plausible.
Otra posible respuesta habría que buscarla en el origen de los primeros pobladores que desembarcaron en las costas cretenses (ca. 2800 a.C.), quienes habrían compartido procedencia con los futuros israelitas y habrían extendido su cultura por la zona. No obstante, esta circunstancia no explicaría las similitudes existentes entre ciertos mitos griegos y las narraciones sobre algunos personajes semitas posteriores a esta efeméride (siempre y cuando no se contemple la posibilidad de otras oleadas migratorias más tardías). Como ejemplo, podríamos citar a Lot, quien, en caso de haber sido real, habría vivido ca. 1900 a.C. Y un último dato desconcertante: se da una cierta unanimidad a la hora de establecer que el Antiguo Testamento se escribió ca. el siglo VII a.C. Casualmente, en el mismo período en que la literatura griega, fuertemente basada en la mitología, empezaba a cobrar vida de la mano de Homero y Hesíodo.
Al respecto, veamos las similitudes entre este y la ninfa mitológica Eurídice. Esto es lo que recoge la Biblia (Génesis, 18) respecto a Lot en los versículos que describen la destrucción de Sodoma y Gomorra: «En cuanto salió la aurora; dieron prisa los ángeles a Lot [...]. Una vez fuera [de la ciudad], le dijeron: «Sálvate. No mires atrás y no te detengas en parte alguna del valle; huye al monte, si no quieres perecer. [...] La mujer de Lot miró atrás, y se convirtió en un bloque de sal». Esta historia guarda notables paralelismos con la de Eurídice, quien fue rescatada del infierno por el poeta Orfeo. Como condición para su liberación, el dios del averno, Hades, pidió a este que no volviera la vista atrás para contemplar el rostro de la ninfa hasta que ambos no hubieran abandonado el inframundo (en la imagen, según una pintura de Rubens). Él desobedeció dicha orden, por lo que Eurídice quedó convertida en sombras para siempre.
Otro personaje bíblico que goza de un alter ego dentro de la mitología griega es Noé (Génesis, 7-8): «Entra en el arca tú y toda tu casa, pues sólo tú has sido hallado justo en esta generación. [...] Dentro de siete días voy a hacer llover sobre la Tierra cuarenta días y cuarenta noches, y exterminaré de la Tierra cuanto hice. [...] El día veintisiete del séptimo mes se asentó el arca sobre los montes de Ararat. [...] Días después, para ver si se habían secado ya las aguas sobre la faz de la Tierra, [Noé] soltó una paloma». Aquí es cuando entra en juego Deucalión, quien fue advertido por su padre, el titán Prometeo, acerca del gran diluvio que se avecinaba. Construyó un arca, en la que se refugió con su esposa, Pirra, y gracias a la cual logró sobrevivir al desastre. Una vez finalizadas las lluvias, la nave se posó sobre el monte Parnaso y, al igual que Noé, utilizó a una paloma para constatar que el diluvio había concluido. Numerosas culturas de todo el mundo (entre ellas, las precolombinas) brindan relatos similares sobre esta historia, que parece tener relación con el deshielo que se produjo ca. 8.000 a.C., durante el llamado período de marasmo, a finales del Mesolítico.
¿Y qué decir de los sacrificios de Isaac y de su homóloga en la mitología clásica, Ifigenia? Veamos lo que afirman los textos bíblicos (Génesis, 22): «Y le dijo Dios [a Abraham]: “Anda, toma a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moriah, y ofrécemelo allí en holocausto [...] Llegados al lugar que le dijo Dios, [...] tomó el cuchillo y tendió luego su brazo para degollar a su hijo. Pero le gritó desde los cielos el ángel de Yavé, diciéndole: [...] “No extiendas tu brazo sobre el niño”». Por otra parte, tenemos una historia muy similar: la de Ifigenia, hija del rey Agamenón. Tras haber cazado un ciervo en un bosque sagrado y haber ofendido gravemente a la diosa Artemisa, el monarca recurrió al Oráculo, quien le reveló que la única manera de conseguir el perdón de la deidad agraviada pasaba por ofrecerle en sacrificio a su propia hija. Según algunas versiones (entre las que no se cuentan los textos homéricos), Artemisa cambió, instantes antes de la inmolación, a Ifigenia por un macho cabrío, acción que evitó que la joven sufriera daño alguno.
Finalmente, convendría recordar el mito fundacional de Roma, según el cual Rómulo creó la Ciudad Eterna tras dar muerte a su hermano Remo. ¿Acaso este relato no evoca el asesinato de Abel a manos de Caín, plasmado en el cuarto capítulo del Génesis?
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