Saturday, February 21, 2009

Breve historia del carnaval

Como cada año, y durante los cinco días anteriores al miércoles de ceniza, el mundo occidental se echa a la calle para festejar una de las tradiciones más arraigadas y coloristas del calendario: los carnavales.

Pese a su innegable popularidad, no obstante, las primeras manifestaciones de esta festividad presentan un origen difuso, hasta el punto de que la historiografía aún no ha sido capaz de precisar sus verdaderas raíces. Incluso la misma etimología del término resulta ambigua. Aunque con toda probabilidad deriva de la expresión latina carnelevarium —«quitar la carne», en relación a la prohibición cuaresmal de ingerir este alimento— o carnes tollĭtas —de idéntico signficado, en el caso del carnestoltes catalán—, la palabra carnaval podría estar ligada la etapa grecorromana. De hecho, se tiene constancia de una celebración, iniciada hacia el siglo VI a.C., en la que se paseaba por las ciudades un barco con ruedas (en latín, carrus navalis) mientras los ciudadanos bailaban a su alrededor. La fiesta referida sería, en cualquier caso, una clara antecesora de las actuales rúas.

El mismo problema se plantea a la hora de fijar los precedentes de esta festividad. Algunas fuentes consultadas los sitúan en el Paleolítico (hasta el 8000 a.C.), y lo vinculan a los rituales precedidos por la caza. Interpretando algunas pinturas parietales de la época, es posible que, tras la captura de un animal, el cazador se vistiera con las pieles de su presa e imitase sus movimientos mediante una danza ritual. Posteriormente, con la irrupción de las actividades agrícolas, los historiadores aluden a festejos asociados al período estival y anteriores a la era cristiana, en los que los campesinos, ataviados con máscaras y con el cuerpo pintado, bailaban en derredor de una hoguera para ahuyentar a los malos espíritus. Se trataba, por tanto, de rituales relacionados con el calendario astronómico, los ciclos de la naturaleza y la fertilidad de la tierra.

No obstante, los primeros antecedentes del carnaval en sentido estricto parecen ligados a las civilizaciones sumeria y egipcia, hacia el año 3000 a.C. En el caso de los tierras del Nilo, se llevaban a cabo ritos dedicados a Apis (divinidad solar protectora de la fertilidad, representada por un buey). En ellos, se empleaban disfraces y máscaras para facilitar la integración de los diferentes estratos sociales. Esta fiesta sería adoptada por los griegos y, posteriormente, por los romanos, quienes dedicaron una procesión a otra diosa nilótica: Isis, a la que también se rindió culto en Hispania. Al mismo tiempo, Roma adoptó festejos similares en honor a otras dos deidades: Baco, dios del vino, y Cibeles, diosa del fertilidad. Durante las mismas, y a lo largo de varias jornadas, gentes de toda condición social se unían para bailar al aire libre, llegando a emplear también disfraces y máscaras (predecesoras de los antifaces de hoy) para que los participantes no puedieran reconocerse mutuamente. Siglos después, este tipo de celebraciones serían heredadas por los pueblos celtas y germánicos.

Ya en la Edad Media, con la propagación del cristianismo por toda Europa y el veto a la ingesta de carne durante a los 40 días de la Cuaresma (tiempo litúrgico de estricto ayuno, abstinencia sexual y penitencia), los carnavales asumieron una doble función social. Por un lado, se convirtieron en la última oportunidad de ocio y desenfreno antes de la Pascua de Resurrección —mediante la organización de toda clase de juegos y bailes— y, por otro, ayudaban a preparar el organismo —con grandes dosis de alimento y bebida— para las siete semanas de recogimiento y frugalidad que se avecinaban. Incluso la Iglesia, intransigente ante los excesos del carnaval, acabó asumiendo esta práctica como necesaria e incluyéndola en el calendario eclesiástico en el año 590.

La enorme relevancia que adquirió la vertiente gastronómica en estas fechas ha cristalizado en la tradición culinaria de Europa occidental. Quizás el caso más evidente sea el llamado jueves lardero (en Italia, giovedì grasso, y dijous gras en los Països Catalans), que se celebra el jueves anterior al miércoles de ceniza (es decir, al inicio de la Cuaresma). La jornada en cuestión trae consigo el consumo de algunos productos típicos de elevado contenido calórico y de origen animal, como la butifarra o la coca de llardons, en el caso de Catalunya.

En España, durante el reinado de los Reyes Católicos, se popularizó la costumbre de disfrazarse algunos días del año para gastar bromas. Sin embargo, en 1523, Carlos I (1500-1558) dictaría una ley que prohibía las máscaras y enmascarados. Una medida similar adoptaría su hijo, Felipe II (1556-1598). Habría que esperar al reinado Felipe IV (1605-1665), iniciado en 1621, para que se pudieran retomar las celebraciones carnavalescas. La permisividad de las mismas, no obstante, ha convivido con numerosos vetos en el ámbito local a lo largo de los siglos, derivados de actitudes delictivas amparadas en el anonimato de los disfraces. Asimismo, la conquista de América favorecería la implantación del carnaval en el continente americano. Hasta allí llegarían, también gracias a los colonos europeos, otras festividades en las que el disfraz acabaría adquiriendo un papel esencial, tales como la noche de Halloween.

En la actualidad, ciudades de todo el mundo han convertido sus carnavales en un potente imán de atracción lúdica y turística. Sirvan de ejemplo Venecia, Río de Janeiro, Cádiz, Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife o Sitges (Barcelona). Del mismo modo, su finalización y el comienzo de la Cuaresma ha dado paso a otros festejos menores con un alcance mucho más modesto, como el Entierro de la Sardina (inmortalizado al óleo por Francisco de Goya). También uno de los grandes escritores españoles del siglo XX, el dramaturgo Ramón María del Valle-Inclán, dedicaría su esperpento Martes de carnaval a esta diada.

En la imagen, mosaico de máscaras romanas (Museos Capitolinos, Roma).