¿Qué es la fealdad? Aproximación histórica a un concepto polémico (I)
Si bien es cierto que el término que nos ocupa no ha alcanzado plena autonomía hasta la época actual (Estrada, 1988), las primeras alusiones al mismo hay que buscarlas en los albores de la antigua Grecia. Por aquel entonces, las leyes tebanas ya prohibían representar un objeto con una apariencia más fea de la que este tenía en realidad. Por aquel entonces, además, el arte chino también se regía por una norma similar, ya que quedaba estrictamente vetada a los artistas la plasmación pictórica de elementos deformes.
Sin embargo, habrá que esperar hasta la irrupción de Platón (427-347 a.C.) en la palestra del pensamiento filosófico para tener una primera aproximación teórica a la idea de fealdad. Veamos lo que dice al respecto en su obra La República:
«Por consiguiente, no sólo tenemos que vigilar a los poetas y obligarles o a representar en sus obras modelos de buen carácter o a no divulgarlas entre nosotros, sino también hay que ejercer inspección sobre los demás artistas e impedirles que copien la maldad, intemperancia, vileza o fealdad en sus imitaciones de seres vivos o en las edificaciones o en cualquier otro objeto de su arte; y al que no sea capaz de ello no se le dejará producir entre nosotros, para que no crezcan nuestros guardianes rodeados de imágenes de vicio [...] ¿Y no será la persona debidamente educada en este aspecto [la música] quien con más claridad perciba las deficiencias o defectos en la confección o naturaleza de un objeto y a quien más, y con razón, le desagradan tales deformidades, mientras, en cambio, sabrá alabar lo bueno, recibirlo con gozo [...]; rechazará, también con motivos, y odiará lo feo ya desde niño, antes aún de ser capaz de razonar» (400e-402a).
Más adelante, Aristóteles (384-322 a.C.) se apartaría de los postulados platónicos, vertiendo sobre este concepto una opinión mucho más benévola. Tal y como afirma este pensador en su libro Poética, «la fealdad no causa dolor ni ruina [...]. La máscara griega es algo feo y [...] sin dolor» (ver foto). Incluso, Aristóteles llegará a afirmar que la fealdad es una forma más de belleza. En esta tónica se pronunciaría Plutarco (45-125) ya en la época romana. En efecto, este no lo dudó a la hora de hacer apología de la fealdad, asegurando que el arte requería «diversidad». A su vez, Plotino (204 ó 205-270) definió la belleza como un todo armónico cuyas partes, tomadas por separado, resultan feas (Valverde, 1998: 28).
Estas aseveraciones estuvieron en boga hasta el siglo VI d.C., momento en el que una demoledora corriente rival y emergente volverá a relegará la fealdad literalmente al averno: el cristianismo. Sin embargo, antes de adentranos en el medievo, vale la pena aludir a San Justino (100-165), quien llegó a afirmar sin sonrojo que Jesús fue feo: «El rey que veneramos careció de hermosura en su aspecto». Otro pensador cristiano, Orígenes (185-254) aseveraba que la carne era, sencillamente, fealdad, al tiempo que su homólogo Tertuliano (155-220) aseguraba que aquello que no es natural ha de ser forzosamente feo. Según esta nueva línea de pensamiento, lo feo constituía la génesis de todas las impurezas que ensucian el alma y que empujan al ser humano a disfrutar de todos los placeres terrenarles. Una concepción análoga era la que se defendía desde el pensamiento hebreo, que equiparaba la fealdad con el deshonor y la vergüenza.
Coincidiendo con la implantación hegemónica del cristianismo en Europa occidental (a excepción de la Península Ibérica), la filosofía dejarán de prestar atención a las realidades tangibles o sensibles, en aras de una innegable sublimación de todo lo metafísico y espiritual. Quien más aportaciones realizó en este ámbito fue, sin duda, San Agustín de Hipona (354-430), filósofo que concibió la fealdad como metáfora del mal y del error. Su legado filosófico, que bebe en la fuentes del platonismo, constituyó la brújula del pensamiento de la Alta Edad Media.
Ya en el siglo XIII, Guillermo de Auvernia (ca. 1180-1249) propondría una doble génesis de la fealdad: a) la plasmación excesiva o inadecuada de cualquier realidad, y b) la carencia de algún elemento que, por naturaleza, debe poseer cualquier persona u objeto. En esta misma centuria, Santo Tomás de Aquino (1225-1274) —heredero de las teoría aristotélicas— restaría importancia a la fealdad. Esta carecería de relevancia alguna siempre y cuando una realidad, aunque poco agraciada desde el punto de vista estético, estuviese bien representada.
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