Wednesday, February 27, 2008

La leyenda de la seda

Muchos son los productos orientales que han despertado la fascinación de los comerciantes europeos durante siglos: las manofacturas de jade, la porcelana, el papel... Sin embargo, resulta difícil, por no decir imposible, citar alguno que haya sido capaz de eclipsar a la mercancía china más codiciada y admirada de todos los tiempos, hasta el punto de dar nombre a la ruta comercial más importante de la antigüedad y del medievo: la seda. Ahora bien: ¿qué lugar le reserva la mitología del gigante asiático al valioso tejido? ¿Cuál es el origen del mismo, a tenor de la tradición oral más ancestral?

Pese a que este tipo de narraciones escasean en el marco de la literatura sínica, una antología de relatos populares compilados y traducidos por Gabriel García-Noblejas (Trotta, 2004) recoge dos historias que aluden a esta cuestión.

La primera de ellas procede del Libro de los montes y los mares o Shanhaijing (山海經), atribuido al mítico mandatario Yu el Grande. Este tratado, un vasto compendio de referencias geográficas y etnográficas, cuentos, rituales, tradiciones y relatos mitológicos, inmortaliza las preocupaciones y las formas de vida de la sociedad china entre los siglos III a.C. y II d.C. Uno de sus pasajes, precisamente, se hace eco del origen de la seda:

«En una zona despoblada al este del País de los Hombres que Caminan de Puntillas hay una mujer de cuya boca sale la seda. [En el dibujo] la vemos arrodillada y apoyada en un árbol con la seda saliéndole de la boca».

No obstante, existe una segunda fuente —también citada por García-Noblejas— que gira en torno al origen de la seda. Se trata de Historia de espíritus y deidades, de Gan Bao (activo durante la dinastía Jin [265-420]).

Según reza el fragmento, el jefe de una tribu se vio obligado a abandonar su aldea y a dejar a su única familia, su hija, al cuidado de su caballo. Poco después, la joven, que echaba de menos a su padre, afirmó en voz alta que se casaría con aquel que le trajera de vuelta a su progenitor. Al oír esto, el caballo galopó en busca del anciano y, una vez dio con él, lo condujo de nuevo hasta la muchacha, quien no reparó en la promesa que había hecho antes de la partida del animal.

Su reacción sumió al caballo en la más profunda tristeza, que manifestaba relinchando y rechazando sistemáticamente la comida. Extrañado por lo que estaba ocurriendo, el padre hizo partícipe a su hija de su preocupación. Fue entonces cuando la chica le reveló el motivo de su pena. Tras la sorprendente confesión, el hombre decidio matar al caballo disparándole una flecha. Acto seguido, curtió el pellejo del animal y se marchó.

Aliviada, la joven exclamó para sí que era éste un justo castigo por haber pretendido desposarse con una mujer siendo un caballo. Aún no había acabado de pronunciar la frase cuando la piel del equino cobró vida y se enrolló en su cuerpo, cubriéndolo totalmente. Una vecina que presenció los hechos salió en busca del padre de la joven para intentar liberarla de su cautiverio, pero cuando ambos regresaron la muchacha ya había desaparecido.

Días más tarde, el pellejo y su amada llegaron a un inmenso árbol, donde se convirtieron en sendos gusanos de seda que se quedaron tejiendo entre las ramas y produciendo un extraño filamento: la seda. Poco después, la vecina de la chica los encontró, y decidió hacerse cargo de ellos. Desde entonces, el árbol en el que los había localizado pasó a llamarse el Árbol de la Morera o Árbol de la Muerta.

En la imagen, Roustem, el dios de la seda (siglos VI-VII a.C.), tabla policromada de la escuela china (British Library, Londres). Fuente: Bridgeman Art Library.