¿Por qué invadió Japón el Pacífico?
Los acontecimientos que marcaron las cuatro primeras décadas del siglo XX en Japón no pueden entenderse sin tener en cuenta dos circunstancias que condicionaron el modus operandi de los mandatarios nipones en el ámbito de las relaciones internacionales: por un lado, la necesidad de controlar nuevos mercados, capaces de abastecer al país de materias primas y de absorber una producción industrial cada vez más consolidada (Arboix y otros, 1999: 122); y por otro, la existencia de un sólido sentimiento nacional, auspiciado por la élite política hasta el extremo de silenciar mediante el uso la fuerza cualquier voz o actitud disidente. Y lo que es más importante: dirigido a alimentar ideológicamente el expansionismo japonés (Beasley, 1995).
De hecho, en los años 20, 30 y 40 se dan numerosos ejemplos de las ínfulas imperialistas del país asiático: desde su victoria en la contienda rusojaponesa (1904-1905) —motivada por el control de Corea y Manchuria, y consecuencia directa del militarismo Meiji, según Buruma (2003)— hasta la segunda guerra sinojaponesa (1937-1945) —desencadenada por un error militar cometido por el ejército japonés—, pasando por su participación a la Primera Guerra Mundial junto al Reino Unido —episodio que le otorgó el control de antiguas posesiones alemanas en China y al Pacífico Sur— o la ocupación de Manchuria (1931), fruto de las desavenencias entre los japoneses y el gobernante local Chang Hsueh-liang.
Esta injerencia territorial tan acusada no hubiera sido posible sin el beneplácito de amplios sectores de una sociedad en la convivían las ansias de una modernización insipirada en Occidente con una xenofobia latente heredada del período Edo. Desde el desembarco en el trono de Taisho (1912), este camino hacia la modernidad se tradujo en la sucesión de gobiernos democráticos similares a los europeos, bajo los mandatos de Hara (1918-1921) y Hamaguchi (1929-1931). Sin embargo, tras la muerte del emperador y la coronación de Hirohito en 1926 (foto), se formaron diversos grupos nacionalistas que, espoleados por el asesinato en 1932 del presidente del último gobierno democrático de entreguerras, Inukai Tsoyushi, evolucionaron hacia actitudes radicales. Así, las movilizaciones por los derechos de las mujeres en los años 20 y la consecución del sufragio universal masculino (1925) precedieron, paradójicamente, una etapa en la que el nacionalismo nipón mostró su faz más despótica.
Una circunstancia que ilustra esta tendencia es la aprobación, en 1925, de la Ley para el Mantenimiento de la Paz, que dotaba la policía ideológica (tokko) y militar (kempei) de poderes para combatir cualquier organización que persiguiera el derrocamiento de la forma de gobierno o que secundara manifestaciones contrarias al kokutai o esencia nacional. Esta disposición fue de la mano de una promoción sin precedentes del shintoísmo. Según Beasley (ibidem), la maniobra mencionada obedecía a dos motivaciones: la posibilidad de subrayar la naturaleza divina del emperador (legitimando de este modo la institución imperial) y la exaltación de la única religión genuinamente japonesa. La iniciativa, asimismo, se vio reforzada por múltiples detenciones policiales entre las minorías religiosas contrarias. La censura a la prensa llegaría unos años después.
A su vez, este nacionalismo mesiánico dio alas a un anhelo expansionista considerado como una misión cultural y racial. Se trataba, como apuntan los autores ya citados, de intentar asumir el control y el liderazgo que las potencias occidentales habían ostentado en Extremo Oriente y el Sudeste asiático desde mediados del siglo XIX. Premisas y consignas como las publicadas en 1941 por el periódico Yomiuri —por ejemplo, «construir la familia asiática» o «construir una esfera cultural única»— son algunas de las expresiones que sintetizan aquello que el gobierno japonés denominó como la creación de una «esfera de coprosperidad».
Ahora bien, la retórica nacionalista escondía otras motivaciones menos idealistas y más pragmáticas que darían pie, a partir del 1941, la invasión del Pacífico Sur. Así lo evidencian la entrada en funcionamiento en Indochina de instalaciones destinadas a sofocar la segunda guerra sinojaponesa (con el consentimiento del gobierno de Vichy, títere de Alemania y, por lo tanto, aliado del Japón); la voluntad de encontrar nuevos mercados donde el cambio de moneda resultase favorable a los nipones tras la devaluación del yen (que, a comienzos de los años 30, supuso la recuperación de la economía japonesa tras la crisis iniciada el 1918) o la necesidad de hacerse con el petróleo de las Indias orientales holandesas (Indonesia), después de que EE.UU. interrumpieran las exportaciones a Japón, dada la delicada situación política que vivía el Reino Unido. De este modo, el ataque a Pearl Harbor precedió la ocupación de Malaca, Birmania, Singapur, Filipinas, las Indias orientales holandesas y parte de Nueva Guinea, hasta que las tropas norteamericanas pusieron freno a la sed expansionista nipona el 1942.
Si bien, como dice Beasley (ibidem), los japoneses habían intentado acercarse a EE.UU. en los despachos antes de bombardear su base militar en el Pacífico (aunque sin éxito), lo que es cierto es que Japón no tendía a decantarse por el pactismo o la entente. Episodios como su salida de la Sociedad de Naciones (1933) —organismo que condenaba la invasión de Manchuria— o el talante represivo exhibido contra la población de los territorios ocupados (especialmente en Corea) hablan de un comportamiento individualista, impetuoso y arrogante que acabaría pasando factura el 1945.
En cualquier caso, no se deben perder de vista algunos antecedentes históricos significativos: una carencia flagrante de experiencia diplomática derivada de 300 años de aislamiento, pactos comerciales desiguales a favor de las potencias occidentales, la relativa prosperidad de las potencias implantadas en Sudeste asiático (percibidas en Japón como un modelo a imitar) e intervenciones militares que se contaban por victorias. Evidentemente, existían otras vías alternativas para el desarrollo económico, basadas quizás en la promoción de las exportaciones a Occidente. Pero con estos precedentes, y teniendo como aliadas las potencias del Eje (que compartían su visión geoestratégica), se puede decir que al Japón le faltaron referentes históricos y políticos que le ayudaran a optar por una política menos beligerante.