Sunday, January 31, 2010

Los primeros europeos en llegar a China

Coincidiendo con la proximidad del año nuevo chino (que se inicia el 14 de febrero bajo el signo del tigre), y como anticipo a los próximos posts que se publicarán en este blog, las líneas que siguen resumen cuáles fueron las primeras expediciones europeas que alcanzaron el llamado Imperio del Centro, allá por el siglo XIII.

Sin embargo, la situación descrita no puede entenderse sin considerar el escenario que se dibujó tras la desaparición de Genghis Khan (1162-1227), artífice de la hegemonía de los mongoles en Eurasia. Tras su muerte, sus hombres abandonaron transitoriamente la actividad militar y se reunieron a la capital del imperio, Karakorum, para ejecutar testamento del difunto, consistente en el reparto de los territorios entre los cuatro hijos de Genghis Khan. El mayor, Dietxi, recibió las ulus —o confederación de tribus— de las tierras situadas al oeste del Irtysh (que posteriormente pasarían a manos de su hijo Batu), dónde formó la Horda de Oro. El segundo, Chatagai, heredó el Turquistán, mientras que Ögodei asumió el control de China, Mongolia y parte de la Ruta de la Seda. Finalmente, Tului se quedó velando por las tierras de sus antepasados. El 1229, no obstante, Ögodei fue nombrado jefe supremo de todos los mongoles. Desde Karakorum, el nuevo mandatario impulsó el primer censo imperial, creó un eficaz sistema de correos y retomó la expansión en Occidente, sin obviar sus gestas militares: sometió Irán, Georgia (1236), la Gran Armenia (1239) y, de forma póstuma, la zona oriental de Asia Menor (1243). Además, por por primera vez en la historia militar en Asia Oriental, impulsó la conquista de buena parte de Europa del Este: Turquía, Bulgaria, Kiev, Cracovia, Silesia y Hungría.

La prematura muerte de Ögodei a causa del alcohol —acaecida el 11 de diciembre de 1241— obligó a los ejércitos desplazados al Viejo Continente a regresar a Mongolia para escoger a su sucesor. Este hecho frenó la expansión de las tropas de los mongoles por Europa, cuando estaban a punto de doblegar a los ejércitos alemán y polaco.

Pese a que esta circunstancia salvó a Europa Central de sucumbir bajo las tropas de Ögodei, su presencia en la zona sirvió para constatar un hecho que la Iglesia católica ya había empezado a intuir 20 años atrás: que la innegable superioridad militar de los mongoles constituía una seria amenaza para la estabilidad no sólo de Europa, sino también de toda la cristiandad. Sin embargo, el papa también vio en ellos un posible y valioso aliado contra los musulmanes, que a la sazón combatían contra los ejércitos cristianos en suelo asiático. Además, Venecia, colaboradora de los árabes dentro de los circuitos comerciales en Asia, esperaba una ampliación de sus contactos más allá de los puertos islámicos, situados al este y en la parte septentrional de la Mediterránea (Uhlig, 1994). De este modo, los europeos pasaron a contemplar a los temidos guerreros de la estepa como el instrumento perfecto para la reactivación del comercio mundial con los países asiáticos.

Este razonamiento fue lo que empujó al papa Inocencio IV (miembro a su vez de la aristocracia mercante genovesa) a organizar el 1245 la primera misión diplomática europea a la corte del rey tártaro, confiando esta tarea a dos franciscanos. Éstos tenían dos objetivos prioritarios: pacificar a los mongoles y convertirlos en aliados en la cruzada papal contra los musulmanes (López-Gay, 2005). Los escogidos para desplazarse a Karakorum fueron los religiosos Giovanni da Pian del Carpine (originario de Umbría) y Esteban de Bohemia. Más adelante, habría otros heraldos papales que viajarían hasta China, el Tíbet y Asia Central.

Tras un inter-reino de cinco años que tuvo como regente a Toregene Khatun (1241-1246), subió al trono Güiük (1246), que falleció dos años después de su coronación. Sin embargo, su viuda protagonizaría en 1250 un nuevo avance en las relaciones entre Oriente y Occidente, al ejercer de anfitriona ante algunos emisarios europeos desplazados a Mongolia, enviados por el rey Luis IX de Francia (Hambly, 1985: 105). En esta ocasión, el líder de la misión fue otro religioso: Andrés de Lonjumeau.

El reinado del sucesor de Güiük, Mongka (1251-1259), coincidió con el máximo apogeo del imperio mongol. Además de retomar las ofensivas militares (aunque con menos intensidad que sus antecesores), el nuevo líder recibió a la tercera expedición diplomática europea (1253-1254), también auspiciada por Luis IX y secundada por Bartolomé de Cremona y por el hermano Guillaume de Rubruk (quien aparece en la pintura miniada que ilustra este post), que eran portadores de un nuevo mensaje papal. Este último, imitando a Da Pian, plasmaría su periplo en un libro. A pesar de estas misiones diplomáticas, no obstante, en 1259 todavía no se tenía constancia de que algún comerciante occidental hubiera alcanzado la corte mongola. En cualquier caso, faltaba muy poco para que los primeros mercaderes de Venecia, Pisa y Génova la visitaran.

Por otro lado, 1287 sería testigo de la llegada a Europa de la primera persona nacida en China: Rabban Bar Sauma (?-1294), quien visitó Nápoles, París (donde recibió audiencia del rey Felipe IV) y Burdeos (ciudad en la que conocería a Eduardo I de Inglaterra).

Este incipiente cosmopolitismo por parte de la corte chocaba, pese a todo, con la existencia de una gran cantidad de población china sujeta a la tiranía de una minoría mongola y de sus aliados. Habría que esperar al sustituto de Mongka en el poder, Kublai (el hermano pequeño de éste), para advertir un cambio de tendencia. En efecto, éste gobernaría siguiendo las tradiciones chinas y desterrando casi totalmente las de los mongoles. Muchas de sus decisiones ilustran esta postura, tales como el traslado de la capital imperial a Khanbaliq (Beijing) en 1260, la fundación de una nueva dinastía que bautizó con el término chino Yuan —que quiere decir 'origen'— (1271), el fomento de la erudición china o la educación ofrecida al príncipe imperial. Además, Kublai implementó una política expansionista más propia de los chinos que de un pueblo nómada. Y lo que es más importante: propició la reactivación de la Ruta de la Seda.

Gracias a esta última iniciativa, China recibió en 1262 la visita de los primeros mercaderes europeos: los comerciantes venecianos Maffio (o Matteo) y Niccolò Polo. Ambos regresaron a Europa cuatro años después, siendo portadores una petición del mandatario mongol que jamás se materializaría: que volvieran a la corte mongola con 100 monjes con los que debatir acerca de cuestiones teológicas. Asimismo, ambos hermanos trajeron consigo regalos de lujo y mensajes para el papa. En 1271, Marco Polo (1254-1324), hijo de Niccolò, acompañó su padre y su tío a través del golfo arábigo, prosiguiendo desde allí con su viaje a través de Asia meridional y Central. En 1275, los tres mercaderes alcanzaron la corte del gran Khan (pasando por el Pamir y la cuenca del Tamir). Marco Polo permanecería en ella hasta 1292 como miembro de la administración mongola (en este sentido, el escritor italiano Boccacio lo consideraría años después como unos de los mejores diplomáticos europeos en Oriente). Fruto de esta prolongada estancia, el veneciano escribió uno de los libros de viajes más célebres de todos los tiempos: Il milione.

Ahora bien, algunos autores como Folch (1995) o Jackson (1998) cuestionan la autenticidad de este material, hasta el punto de preguntarse, como en el caso de este último, si Marco Polo fue más allá de Constantinopla. Para argumentar esta postura, Folch asevera que no se abordaron cuestiones fundamentales del mundo chino (por ejemplo, la construcción de la Gran Muralla), mientras que Jackson señala que la obra fue escrita en un francés salpicado de italianismos. Estos detalles hacen que Il milione deba analizarse con cautela, a pesar del minucioso retrato que brinda de la corte de Kublai y del comercio internacional en sus dominios: «No existe otro lugar en el mundo con más mercaderes», sentenciaba el veneciano. Igualmente sorprendentes resultan las descripciones que realizó del palacio de Kublai Khan en Beijing, un gran edificio de mármol con «habitaciones y pasillos dorados extraordinariamente decorados», según se desprende del libro.

Fantasía o realidad, lo cierto es que los siglos han convertido la obra del célebre comerciante en una pieza literaria universal. Un texto que, a su vez, ha servido para alimentar la curiosidad e interés de sus sucesores por todo aquello que se escondía más allá de los montes Urales.