¿Qué es la fealdad? Aproximación histórica a un concepto polémico (y II)
La llegada del Renacimiento y del pensamiento humanista y antropocéntrico dará un nuevo impulso a la historia de las ideas estéticas. Una de las figuras más relevantes de la época, Leonardo da Vinci (1452-1519), no dudaría en manifestar su fascinacion no sólo por la belleza, sino también por lo feo (Pater, 1978).
Pese a todo, las primeras formulaciones sólidas acerca de la fealdad corresponden a Gottgried Wilhelm Leibniz (1646-1716), quien se ocupó de este término en la obra Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano y quien lo relacionó intrínsecamente con la irracionalidad. Poco despúes, David Hume (1711-1776) postularía explícitamente la existencia de tres tipos de fealdad: la natural (aprehensible a través de los sentidos y del gusto), la artística y la moral, perceptible a través de la razón. A su vez, un coetáneo de Hume, el filósofo y dramaturgo Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781), afirmaría que todo lo feo produce sentimientos displicentes. Del mismo modo, F. Solger (1780-1819) concebiría la fealdad como una categoría estética per se.
Desde finales del siglo XVIII, la herencia filosófica de los teóricos de la Revolución Francesa —como Rousseau, Voltaire o Montesquieu— constituyó el preámbulo de una inaudita efervescencia intelectual y artística donde los principios de libertad y de subjetividad dieron la espalda a las reglas clásicas y a la tradición racionalista. Precisamente, fue este espíritu de rebeldía lo que convirtió lo feo en una entidad autónoma.
Uno de los autores más influyentes de este período es J. K. F. Rosenkranz (1805-1879), quien firma la obra Estética de la fealdad (Die Ästhetik des Hässliche, 1853). Este otorga un concepto totalmente negativo al término que nos ocupa. Además, establece una escala de rangos para clasificar la fealdad: en un primer estadio, tendríamos la deformidad, la desfiguración y la incorrección, mientras que en un segundo nivel hallaríamos la criminalidad, lo diabólico y lo espectral. Menos nihilista se muestra Moritz Carrier (1817-1895), quien dedica buena parte de su obra a l’estudio de la fealdad. Este teórico postuló que el arte estaría incompleto sin la existencia de lo feo. Por su parte, Max Schasler (1819-1903) afirmaría que este concepto, entendido como una negación de la belleza, constituye el motor de la creatividad.
Con la llegada del siglo XX —marcado por la generalización de nuevas formas de plasmación de la realidad, como la fotografía y el cine—, el político e historiador Benedetto Croce (1866-1952) asevera en Estetica come scienza dell’expressione e linguistica generale (1902): «No conocemos nada más feo que lo antiestético o lo inexpresivo». Poco después, T. Lipps publicaría Ästhethik, una obra en la que la fealdad es definida como contraria al sentimiento.
En la década de 1910, el liderazgo intelectual y artístico de Marcel Duchamp abanderaría una «poética de la subversión» (Tomás, 1998: 224). Así, el célebre artista elevó al rango de lo artístico todo aquello que es «habitual, si no feo y vulgar».
No obstante, el espaldarazo positivo al concepto de fealdad vendría de la Escuela de Frankfurt; uno de sus integrantes, Theodor Adorno (1903-1969) afirmaba que el arte no se agota en el concepto de belleza. Para él, lo bello brotaba de la fealdad.
Como apunta Ramón Almeda, el pensamiento de la segunda mitad del siglo XX (fuertemente influenciado por el fatalismo propugnado desde las posiciones existencialistas) continuaría reconquistando para la belleza nuevas realidades que, hasta entonces, parecían confinadas dentro de los límites de la fealdad. Un claro ejemplo de esta circunstancia hay que buscarlo en la obra de Fernando Botero (1932). Siguiendo el discurso de Almeda, el artista colombiano pretende rescatar para la fruición estética aspectos que, desde una perspectiva contemporánea, parecen ajenos a la misma. Este es el caso de la obesidad (en la foto, Mona Lisa, 1977, por Botero).
Llegados a este punto, cabe preguntarnos qué nos depara el futuro. En un mundo dominado por presencia omnímoda y tiránica del culto a la belleza (entendida como perfección de formas y armonía, a la usanza de la Grecia clásica) la fealdad parece destinada a permanecer silenciada, obviada, ninguneada. Quizás, habrá que esperar que esta fijación enfermiza amaine para poder seguir escribiendo estas líneas.
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